Hoy me espera un día de mucha actividad. Desde tempranas horas, tengo una agenda de trabajo a seguir que me dejará poco espacio de ocio. No obstante, amanecí en una onda totalmente existencialista. No me malinterpreten. No es depresión ni nada que mínimamente se asemeje. No puedo estar más alegre con todo lo bueno que me está pasando desde hace unos días. Es más bien que siento esa necesidad imperante de encontrar respuesta a una pregunta que estoy seguro que todos nos hemos hecho en un momento determinado de nuestras vidas: ¿Cuál es mi misión?
Desde muy pequeño vengo tratando de encontrarla, no sólo por mí, sino por aquellas personas que siempre me han motivado a profundizar sobre el tema. Y aquí aprovecho para contarles un «secreto» que hasta ahora he mantenido reservado sólo para mis amigos más cercanos y que quiero compartir con ustedes para que entiendan el porqué de mi aparentemente eterna inquietud.
A la edad de 6 años, cuando las preocupaciones no existían y todo pintaba color de rosas como parte de un mundo sencillamente perfecto donde lo único que tenía que hacer era pasarme horas jugando con los compañeritos de la escuela, viví uno de los momentos que más han marcado mi vida (si no el que más).
El 5 de septiembre de 1987 se perfilaba como un día común y corriente. Mi hermana Yamel, de 4 años de edad, y yo fuimos a acompañar a mi mamá a una reunión de amigas en la casa de una de ellas: Ivette Canahuate (ya fenecida), ubicada en el primer piso del edificio 14 de los Jardines del Embajador, con el objetivo de celebrar en grande que María Rutinel, hermana del político Tonti Rutinel, se acababa de licenciar en Derecho.
Debo confesar que yo siempre fui muy inquieto y travieso. No me podía estar quieto. Todavía hoy, aunque me he vuelto un ser muy comedido, tengo que estar en movimiento todo el tiempo. Si no me creen, pregúntenle a Manuel Betances (el productor de mi programa de radio) toda la pela que pasa conmigo durante las grabaciones. Es una manía de la que no me he podido desprender. Como era de esperarse, yo no me encontraba en ese compartir de doñas hasta que noté la presencia de dos niñas, hijas de la anfitriona de la fiesta. Fue hasta ese momento que me sentí como pez en el agua y me dediqué a hacer de las mías. Sin conocerlas, las invité a jugar al escondido. Ambas accedieron a mi invitación. Yo, tramposo al fin, asumí la posición de ser el que contara. Mientras lo hacía, miré de reojo para atrás con el propósito de que se me hiciera más sencillo dar con ellas rápidamente. Al final, eso es lo que persigue el juego.
Pues al parecer mi sentido de observación me falló y no acerté con los paraderos. Recuerdo como si hubiera sido ayer que entré por una puerta que me conectó a una escalera de varios peldaños, la cual decidí subir. Mientras subía me encontré con una pareja que me preguntó qué hacía un niño como yo en esas escaleras y solo. Yo, ni corto ni perezoso, les dije la verdad: buscando a dos niñas con las que estoy jugando. Seguí subiendo y subiendo hasta que llegué a la azotea del tercer piso, es decir, la cuarta planta del edificio. Al verme allí, y no encontrar a las amiguitas, decidí acercarme al borde de la azotea para ver si se habían escondido en el jardín. Grave error. No pasaron dos segundos y sin quererlo me caí.
Afortunadamente, un médico que vivía en el edificio de enfrente me vio caer desde la ventana de su casa y de inmediato llamó a una ambulancia y comenzó a gritar por todos lados lo que había sucedido.
Mi mamá, mi hermanita, y las amigas de mi mamá ya llevaban rato buscándome, por lo que dedujeron que ese niño era yo. Nunca perdí conocimiento. Por eso lo recuerdo tan claro. Todo gracias a que un árbol de helechos amortiguó mi cabeza. Al encontrarme tirado en los jardines del conocido hotel de la avenida Sarasota, mientras lo paramédicos me subían con extremo cuidado en una camilla, lo único que atiné a decir fue: «Mami, me caí y me duele».
Nunca he podido borrar de mi memoria el rostro de angustia de mi madre. Y aunque nunca se lo haya manifestado abiertamente, todavía hoy a veces no puedo evitar sentirme culpable de haberle causado tanto sufrimiento.
El impacto de la caída lógicamente dejó sus consecuencias negativas. Los daños provocados fueron tres, unos más graves que otros. Todos los intestinos se me perforaron, me rompí el brazo izquierdo y además me hice una leve fisura en la parte lateral izquierda de la cabeza.
El problema más que nada estaba en mi organismo. Al día siguiente del accidente (el día 6), me operaron de los intestinos para tratar de recomponerlos. Para colmo de males, la operación degeneró en una «oclusión» intestinal (situación obviamente de peligro). Duré 4 días en cuidados intensivos. Cuando todas las esperanzas -incluso la de los doctores- parecían desvanecerse, mi mamá decidió jugar su última carta e insistió en que se me volviera a intervenir quirúrgicamente, a pesar de los riesgos que la decisión pudo haber acarreado. Así fue. Doce días después de la primera intervención, me volvieron a operar. Y hasta el Sol de hoy.
Duré más de dos semanas ingresado en el Centro Médico UCE de la avenida Máximo Gómez. De la fisura y el brazo me recuperé rápidamente. La fisura desapareció y el brazo izquierdo se reestableció luego de un mes enyesado. Por otro lado, la última operación fue todo un éxito, a Dios gracias. Sólo fue necesario que dedicara más de dos meses de reposo en casa para poder hacer mi vida normalmente desde entonces. Así ha sido.
Debo decir que le adjudico al accidente la responsabilidad de que nunca más volviera a hacer travesuras. Creo que el golpe de la caída despertó en mí «otro yo». Un Samir Saba mucho más tranquilo, más estudioso, menos hiperactivo, más disciplinado. O sea que también tuvo sus ventajas.
Es precisamente mi historia la que siempre me ha llevado a hacerme la cuestionante que da título a este post. Pues desde ese septiembre de 1987 no han sido ni una ni dos las personas que me han insistido en que lo mío fue un milagro auténtico y que continúo vivo para cumplir una misión. Pero, cuál es. Insisto. Aún la desconozco. Tampoco soy el ser más religioso que puedan conocer, sin embargo, espero que Dios me dé el privilegio de conocer a la mayor brevedad posible cuál es su plan conmigo.
Por lo pronto, sé que estoy muy agradecido de esta segunda oportunidad; de este renacimiento que tantas cosas me ha dado, que tantas experiencias (buenas y no tan buenas) me ha regalado, porque todas han ido dando forma a un Samir Saba que hoy por hoy a lo único que aspira es a hacer lo que su corazón le dicte y a servir de ayuda para los demás.